De origen modesto, el joven Cristóbal Balenciaga (Getaria, 1895-Jávea, 1972) quedó deslumbrado por la elegancia de la aristocracia española que veraneaba en San Sebastián a principios del siglo XX. Inspirado por estos estímulos, decidió formarse y trabajar en las mejores sastrerías de esa ciudad donde, gradualmente, consolidó el estilo que le permitió revolucionar los cánones de su oficio.
En 1937 abrió su propio negocio en París. Sus conocimientos sobre tejidos, el dominio técnico que poseía para la construcción de las prendas y la perfección de sus acabados lo convirtieron en un diseñador sin igual cuando la Alta Costura alcanzó su apogeo.
Balenciaga cambió la silueta de la mujer moderna, liberándola del tradicional énfasis puesto en el pecho, la cintura y la cadera. Imaginó otros cortes que dieron relieve a partes anatómicas, hasta entonces, carentes de protagonismo en la indumentaria occidental: la nuca, las muñecas y los antebrazos. Envolvió el cuerpo femenino con volúmenes de contornos sorprendentes que armonizaban el lujo material con la simplicidad de las formas geométricas más depuradas.
“Un buen modisto debe ser arquitecto para el diseño, escultor para la forma, pintor para el color, músico para la armonía y filósofo para la medida” decía este innovador radical, quien también era receptivo a las tradiciones populares de su patria. Incluso, llegó a inspirarse en las obras pictóricas de Goya y Zurbarán.
Considerable fue el éxito que el creador español tuvo entre la alta sociedad mexicana y actrices como Dolores del Río, María Félix y Silvia Pinal. Para ilustrar su vínculo con la evolución del gusto y el auge del retrato burgués en la pasada centuria, hemos establecido un juego de resonancias entre los diseños de Cristóbal Balenciaga y pinturas maestras del acervo del Museo de Arte Moderno y de colecciones particulares que permiten valorar a la moda como un fenómeno cultural inserto en las inquietudes de su tiempo.