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Resumen del Fuego

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Reinauguración MUSA

Fernando González Gortázar / MÉXICO

21 NOVIEMBRE 2013 A FEBRERO 2014

Sinopsis

NARRAR a Fernando González Gortázar, arquitecto, escultor y teórico, impulsó a contemplar su obra sin una presentación cronológica. Los trabajos se agrupan en seis núcleos: proyectos fundamentales para el autor; monumentos penetrables-transitables; arquitectura pública y pri- vada; prehistoria de una indagación geométrica y experimentos con objetos; derivaciones for- males; anomalías azarosas.

Se incluye parte de su reflexión teórica, en que aporta vías alternas de comprensión para re- visar su obra como estética de la mirada, del tocar, moverse, transitar y relacionarse con el en- torno, de su preguntar para asir indagaciones cuestionando una y otra vez formas y estructuras.

Más sobre Fernando González Gortázar

Fernando González Gortázar nació en la ciudad de México en 1942. A los cuatro años su familia se mudó a Guadalajara, de donde eran originarios. González Gortázar creció y vivió gran parte de su vida en la capital de Jalisco. Ahí, también, asistió a la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara de donde se graduó en 1966. A partir de la mitad de la década de los sesenta, el arquitecto comenzó una producción que, desde sus orígenes, nunca se limitó a su área de especialidad sino que incluyó los campos de la escultura, el paisajismo y el diseño urbano. El número de sus obras, en conjunto, ha sido cuantioso y constante hasta el día de hoy. Dentro de estos trabajos destacan su formulación de aventurados proyectos escultóricos para carreteras, el desarrollo de un estilo personal de escultura monumental de carácter urbano, así como de una arquitectura que busca una nueva relación de reconciliación con la naturaleza. Sobre los proyectos de González Gortázar, diseñados por más de cuatro décadas, valdría la pena mencionar que un número considerable no ha sido ejecutado total o cabalmente. El arquitecto siempre ha considerado estos proyectos no realizados como parte fundamental de su obra. Las obras en papel de su autoría siempre han operado como índices de posibilidad, de aquello que pudo haber sido o podría llegar a ser. Esta concepción de los trabajos no construidos de González Gortázar quedó expuesta desde el año de 1970 con su exposición Fracasos monumentales, una revisión de este tipo de proyectos, que se presentó en el Palacio de Bellas Artes.

A lo largo de prácticamente cinco décadas, Fernando González Gortázar ha desarrollado una producción consistente, en más de un sentido, dentro del terreno de la arquitectura, la escultura, el diseño urbano y el paisajismo. Consistente ya que, a través de sus numerosos proyectos construidos y no realizados, existe una constante investigación sobre distintas preocupaciones formales como pueden ser la geo – metría, el movimiento y la monumentalidad. Consistente, también, porque sus obras parecen guardar algunos ideales del movimiento moderno; quizá, entre ellos, el más relevante sea el entendimiento de la ciudad como obra de arte. Finalmente, e íntimamente ligado a una concepción de González Gortázar como un arquitecto y escultor relacionado con el legado moderno, existe una consistencia en la experiencia que sus trabajos intentan producir, una experiencia marcada fuertemente por una particular poética del espacio.

La tesis con la que González Gortázar obtuvo su título de arquitecto fue un proyecto para una intervención escultórica de escala monumental para la carretera. Titulada Monumento Nacional a la Independencia (1966), la propuesta buscaba transformar la glorieta, y sus anillos de circulación, del cruce de la autopista que lleva del Distrito Federal a Guadalajara con la carretera a Los Altos. Alrededor de las autopistas y las rampas de circulación, el arquitecto planteó la construcción de grandes muros curvos, estructuras de alto impacto visual –producto, en parte, de su escala– que subrayaban la sinuosidad de los caminos y que, en conjunto, conformaban una estructura laberíntica con una planta circular. La propuesta de González Gortázar continuó con la alternativa de escultura monumental para ser vista en movimiento planteada por vez primera con las Torres de Satélite, construidas en colaboración por Luis Barragán y Mathias Goeritz (1957-58). Al centro del entramado escultórico de aspecto laberíntico, el todavía no graduado arquitecto colocó una estructura vertical, también de escala monumental, con dos caras dispuestas a manera de un ángulo agudo.

Reminiscente de la planta triangular de las Torres de Satélite, este es el elemento que más fácilmente se puede relacionar con la categoría de monumento debido a su centralidad y su escala que rebasa la altura de los muros. Su propuesta simplificada y ubicación, no obstante, se situó en oposición a las formas más tradicionales asociadas con el monume nto, como su solución figurativa y su conformación de un espacio prácticamente ritual. En este caso, el arquitecto recurrió a un elemento que se resiste a una fácil identificación e insertó la categoría de monumento dentro de un espacio de la vida cotidiana.

El proyecto del Monumento Nacional a la Independencia es relevante en más de un sentido. Por un lado, sobresale su formulación en un momento histórico en el que, aunque ya se contaba con el antecedente de las Torres de Satélite, la escultura monumental urbana aún no se institucionalizaba como una forma común de arte público.

De aquí su originalidad, misma que es subrayada a través de su escala.

A diferencia de las numerosas esculturas monumentales no figurativas que se construyeron en México a finales de los años sesenta y posteriormente, González Gortázar no propone un objeto aislado sino la articulación de toda una situación de implicaciones urbanas.

Este carácter urbano presupone una inscripción en el terreno de la vida cotidiana y, con esto, la intención de integrar formas artísticas a la fábrica urbana; entendiendo, así, la ciudad como una obra de arte: campo final donde se concrete una síntesis de distintas disciplinas de la creatividad. El Monumento Nacional a la Independencia también es relevante en el sentido que se presta a establecer una continuidad de preocupaciones formales entre los proyectos más tempranos del arquitecto con otras de sus obras realizadas en distintos puntos a lo largo de su carrera.

Un ejemplo claro para revisar esta continuidad es El paseo de los duendes ubicado en San Pedro Garza García. La primera fase de esta obra se concluyó en 1991 y consistió en la construcción de cuatro puentes peatonales que atraviesan el cruce entre dos avenidas con una glorieta en su centro. A diferencia del proyecto Monumento Nacional a la Independencia, esta obra parece privilegiar la figura del peatón a través de estos puentes de pendientes generosas y trazo sinuoso que recuerdan las veredas en el campo, o el diseño de andadores y aceras del jardín de estilo pintoresco o inglés. No obstante, El paseo de los duendes –al igual que el proyecto de 1966– no olvida la presencia de un espectador que observa las estructuras en movimiento mientras se desplaza en el automóvil alrededor de esta glorieta.

La solución plástica de los puentes, su materialidad y forma ondulante, articulan un espectáculo visual dinámico que sólo es apreciable en su totalidad a través de una percepción dinámica que se consigue mientras se viaja en coche. Así, El paseo de los duendes demuestra la permanencia de una preocupación formal, de carácter eminentemente moderno, a lo largo de la producción de González Gortázar: la consideración de soluciones constructivas que se ajustan a distintas formas de observar, incluyendo los modos de percepción condicionados por la tecnología –en este caso por los medios de

transporte.1 Este proyecto, también, hace evidente el interés del arquitecto por integrar este tipo de experiencias al terreno de la vida cotidiana. A través de una propuesta de escala urbana se incide directamente en la ciudad buscando su conformación como obra.

Dicha dimensión monumental es algo que El paseo de los duendes comparte, del mismo modo, con el Monumento Nacional a la Independencia.

Si la escala del proyecto de 1991 era considerable, los cuatro puentes peatonales y el arreglo de la glorieta eran tan sólo una parte de un proyecto más grande y ambicioso. En 2012 González Gortázar pudo avanzar gradualmente su propuesta original. De esta forma, el proyecto en San Pedro se desarrolló con la adición de otros puentes, varias intervenciones escultóricas, diseño de mobiliario urbano y la construcción de un centro cultural y galería. De nueva cuenta, más que una intervención aislada en algún punto de la ciudad, el proyecto del arquitecto busca articular una situación urbana compleja y dinámica.

Otro interés recurrente a lo largo de la producción de González Gortázar es su investigación en el campo de la geometría. Esto también es apreciable desde sus obras más tempranas, como algunos proyectos presentados como parte de sus Fracasos monumentales.

Un caso es Espejo del Sol de 1969, una escultura monumental conformada por tres grandes placas inclinadas, formando una diagonal.

Aunque monumental en su escala, el ángulo de su disposición le otorga cierto dinamismo al conjunto. De acuerdo a la documentación y maqueta original de este proyecto, cada elemento constructivo estaría pintado en un color distinto dentro de un espectro que iba del amarillo al rojo. En su solución plástica, este proyecto puede traer a la mente la obra tanto de Luis Barragán como de Mathias Goeritz; arquitecto y artista con los que González Gortázar ha mantenido un constante diálogo hasta el día de hoy. Quizá de ambos se desprende el interés continuo por parte de González Gortázar por un análisis compositivo que parte de la geometría. Apreciable en proyectos de la segunda mitad de la década de los sesenta, esta constante en su producción antecede la institucionalización de un diseño geométrico en las artes en nuestro país, conocido como “geometrismo mexicano”, que se dio a mediados de la década de los setenta y con el cual fue identificado en su momento es apreciable en algunas piezas que componen su serie Columnas, realizada entre 1983 y 1985. Estas esculturas, como el nombre de la serie indica, representan columnas que en apariencia se encuentran fragmentadas en segmentos. Algunas de ellas cuentan con fragmentos dispuestos con una cierta inclinación que produce ligeras curvas en la estructura vertical y que, propiamente hablando, trastocan su sentido estrictamente geométrico –representando una especie de fuerza que busca alejarse de la perfecta simetría. Esta nueva tendencia en la producción de González Gortázar se manifestó más plenamente en un par de obras realizadas en Madrid en 1987, El ciprés y la palmera.

Principalmente en la segunda escultura se aprecia cómo el riguroso sentido geométrico se desvanece, como si las fuerzas “cálidas”, de las que se habló anteriormente, se hubieran desbordado totalmente.

A partir de esta fecha, el desborde del volumen geométrico hacia la línea sinuosa se volverá una nueva constante, cada vez más evidente.

Muestra de esto es la serie de esculturas de pequeño, mediano y gran formato, referida como Homenajes, donde se conjuga la geometría con la línea sinuosa y altamente imaginativa de inspiración gráfica. Véase este cambio en la producción de González Gortázar como un intento de zafarse de la camisa de fuerza en la que se había vuelto el “geometrismo” en México. Para finales de los años ochenta y principios de la década de los noventa, el “geometrismo mexicano” –en particular a lo que en escultura monumental urbana se refiere– había adquirido un carácter formulario y simplificado al funcionar como una forma de arte público institucional (presa de comisiones manejadas por el Estado), así como imagen corporativa a partir de su gran visibilidad.

Otro proyecto temprano de Fernando González Gortázar fue la Fuente de la hermana agua construida en la capital de Jalisco en 1970. Desde este momento, la fuente se volvió un elemento recurrente en la producción de González Gortázar, algo que ha sido poco común dentro de la obra de cualquier otro arquitecto o urbanista en México. Los diseños de fuentes, en la producción del arquitecto, rescatan el sentido original de esta forma de ornamentación urbana al dotarlas de un vigoroso sentido plástico, donde el agua es un elemento fundamental para la conformación de un espectáculo de gran impacto visual como parte del conjunto. En la Fuente de la hermana agua, González Gortázar dispuso varios bloques irregulares de concreto con un fuerte aspecto pétreo –algo que acusa la influencia de

Olivier Seguin, otro de sus maestros, en su obra– que funcionan para articular distintas caídas de agua, cada una con una particular intensidad y volumen de líquido. El conjunto podría ser visto como una formación mineral natural que permite el juego de distintas cascadas de agua. El sentido plástico de este elemento de ornamentación urbana, donde la caída del agua es fundamental, también es apreciable en la construcción posterior de otras fuentes, por ejemplo la construida a la manera de un zigurat para el proyecto, inconcluso y desfigurado en su totalidad, del Cementerio del Sur (1982), así como la Fuente de las Escaleras (1987), ubicada en Fuenlabrada, en las cercanías de Madrid, compuesta de tres estructuras con un volumen triangular donde el agua va descendiendo a través de una especie de escalinata, hasta formar una cascada que desemboca y se impacta en el suelo, sobre una base cubierta con rocas.

Es probable que a través del elemento de la fuente se pueda empezar a abrir una discusión sobre la forma en la que los proyectos de González Gortázar se relacionan con el mundo natural. Como es apreciable con el tratamiento del agua en las fuentes, el elemento natural juega un papel primordial en la conformación total de un proyecto.

Esta característica quizás es más evidente en sus trabajos arquitectónicos y de escala urbana, donde la relación con el mundo natural se vuelve una cuestión de diseño de paisaje. El paseo de los duendes se presta, de nueva cuenta, para analizar esta condición recurrente en su producción. González Gortázar recurrió a los puentes de forma sinuosa para evadir la vegetación, y así no tener que eliminarla, pero también para acercar al transeúnte, en distintos puntos, a la copa de los árboles –articulando una experiencia espacial y visual única para el usuario que los transita. Otro trabajo que muestra una especial reflexión sobre la relación entre naturaleza y construcción es el proyecto, sin realizar, The Texas Mountain –diseñado en colaboración con Mario Schjetnan en 1989. Pensada a la manera de una intervención escultórica de escala monumental sobre un cruce de varias autopistas en las cercanías de Houston, la obra consistía en varias estructuras, recubiertas de placas cerámicas en colores azul, rojo y naranja, con una forma reminiscente de montañas, una línea que va ascendiendo y descendiendo drástica y repetidamente. Cada una de las estructuras tenía la intención de funcionar como una enorme jardinera de donde crecieran árboles, imprimiendo un aspecto de vegetación sobre las sugeridas montañas que, al mismo tiempo, contrarrestara la condición de hiper-urbanización del entronque carretero. En algunos proyectos arquitectónicos de gran escala, como el Museo del Pueblo Maya (1993) o el Centro Universitario de Los Altos (1993) en Tepatitlán, los distintos edificios y construcciones respondieron en su solución a las características físicas del sitio considerando, por ejemplo, el terreno y la vegetación. A través de este diálogo, el contexto natural se volvió paisaje. La atención contextual en estos proyectos también es apreciable en una arquitectura de carácter regional que considera el uso de materiales y soluciones constructivas locales. Un caso similar es el Museo del Pueblo Maya que, en su arquitectura, emplea materiales de la región y recurre al modelo de la palapa con el fin de crear varias cubiertas. Fernando González Gortázar pertenece a una generación de profesionales en arquitectura marcada por una problemática transición cultural: educados bajo programas educativos y de enseñanza de inspiración moderna, pero que han tenido que desarrollar prácticamente toda su carrera bajo un momento cultural distinto, calificado como posmoderno. Esta dicotomía formativa y profesional parece englobar una situación irreconciliable. Por un lado, una educación formativa que nutría a la práctica arquitectónica de, entre otras cosas, intenciones sociales progresistas, que contaba con una visión generosa de habitabilidad y que aspiraba a articular la ciudad como obra de arte. Por el otro lado, el desarrollo de una producción profesional dentro de un contexto social y cultural que privilegia la lógica del consumo, de la mercancía o de lo nuevo, así como la fácil generación de ganancias.6 Dentro de este contexto, la arquitectura fácilmente se transforma en el negocio de bienes raíces donde lo que impera es el deterioro de la calidad de las construcciones a favor de ganancias económicas, o donde los edificios recurren a soluciones espectaculares con el fin de volverse atractivos, visualmente, para el consumo. Ante este panorama adverso, en relación con la creatividad de la práctica arquitectónica, González Gortázar no ha claudicado en formular proyectos modernos. Son modernos porque avanzan ciertas investigaciones formales específicas (su preocupación por una percepción dinámica o su especialización en el análisis geométrico) y, sobre todo, por estar marcados por fuertes intenciones sociales progresistas.

Dicha intencionalidad es otra de las constantes a lo largo de su producción.

En su caso, esta característica es apreciable en sus intentos continuos de formular la ciudad como una obra de arte. Henri Lefebvre, uno de los filósofos marxistas más lúcidos y prolíficos de la segunda mitad del siglo XX, consideraba que la ciudad debía aspirar a esta concepción como obra de arte. Refiriéndose a ella tan sólo con el término de “obra” (oeuvre), Lefebvre comentaba que esta faceta de la ciudad “contrasta con la tendencia irreversible hacia el dinero y el comercio, hacia el intercambio y los productos”.

De hecho, la obra representa el valor de uso de la ciudad: “el uso eminente de la ciudad, esto es, el uso de sus calles y plazas, edificios y monumentos, constituye la fête (una celebración)…”.7 De acuerdo con el autor francés, esta celebración se consume de manera improductiva, sin ninguna otra ventaja que el placer; estado que se opone a la experiencia de la ciudad a través del consumo y del espectáculo. Las intervenciones de González Gortázar en la ciudad guardan esta intención al articular situaciones que engloban una particular poética espacial, una condición para un tipo de “celebración” que, en última instancia, busca configurar la fábrica urbana como obra de arte. No está de más mencionar que González Gortázar pertenece también a esa generación de estudiantes de los años sesenta que, alrededor del globo, contaba aún con una imagen de la ciudad, y de su uso, como una especie de celebración colectiva.

Los proyectos que mejor engloban esta intención de configurar la ciudad como “obra” son, por razones obvias, aquellos que cuentan con dimensiones urbanas. Ejemplos de esto son el plan original para La gran puerta o El paseo de los duendes, trabajos que ya han sido discutidos. El primero anteponía una escultura monumental, que contemplaba un uso al ser transitable, junto a un laberinto que se experimentaba a la manera de juego. El paseo de los duendes, por su parte, privilegia la experiencia del peatón, específicamente en sus momentos de ocio, a través de una situación espacial compleja que contempla áreas de reposo, intervenciones escultóricas y una traza del conjunto que se basa en la línea sinuosa –el diseño predilecto para la actividad de ensoñación diurna mientras se camina. Otro ejemplo que demuestra esta condición de los proyectos del arquitecto es Parque Los Colomos (1974). En este jardín urbano en Guadalajara, González Gortázar utilizó por primera vez el elemento de la pérgola que, del mismo modo, se volvió una constante en muchos de sus proyectos en espacios públicos. La pérgola es utilizada por su funcionalidad pero también destaca su efecto plástico a través del juego entre luz y sombra que origina su estructura. En Parque Los Colomos,el arquitecto también construyó una cafetería con una cubierta de fuerte carácter escultórico –Manuel Larrosa ha mencionado cómo se asemeja a un enorme insecto–, así como una serie de muros, a la manera de basamentos, que pueden recordar la obra de Antoni Gaudí.8

A través de estos ejemplos se puede empezar a perfilar la particular poética del espacio que los proyectos de Fernando González Gortázar buscan encapsular, dando pie, así, a una determinada experiencia en el usuario. No obstante, y antes de indagar más en este tema, sería oportuno recordar –en especial al estar comentando cómo el arquitecto continúa un proyecto moderno dentro de un momento histórico marcado por las dinámicas del capitalismo tardío– su práctica como crítico cultural. En sus textos, González Gortázar no se especializa en la arquitectura y el urbanismo sino que critica, también, las formas de gobierno, las prácticas estandarizadas de la sociedad (principalmente la tapatía), el abuso de poder sistematizado que impera en el país y sus terribles resultados. Con esto, el perfil de crítico cultural del arquitecto puede recordar a personajes como Adolf Loos o Le Corbusier, Mathias Goeritz o Juan O´Gorman.

Un estudio puntual sobre las ideas contenidas en la producción escrita de González Gortázar es una asignatura pendiente. Baste decir por el momento que su labor crítica deja en claro por qué su práctica no ha sucumbido al oportunismo y al cinismo que caracterizan, en gran medida, a la cultura arquitectónica en este momento histórico.

Es probable que, para este punto, se pueda discernir cómo los proyectos de Fernando González Gortázar se encuentran enmarcados por una particular poética espacial. Esta poética no se cimenta en la arquitectura o en la escultura exclusivamente, sino en cómo, a partir de estas intervenciones, se constituyen situaciones espaciales que se relacionan con el contexto, ya sea urbano o natural, así como establecen cierta continuidad cultural. Las situaciones o escenarios que el arquitecto busca articular son de diversa índole, pero en ellos sobresale la persistencia de su intención por evocar el asombro y la sorpresa, por dotarlos de cierta generosidad o crear ambientes propicios para la contemplación, la meditación y el esparcimiento creativo. Estos aspectos conforman el tipo de celebración (fête) que el arquitecto busca brindar a los usuarios de sus proyectos al mismo tiempo que, al incidir directamente en el terreno de la urbe, aspiran a cambiar el semblante y la experiencia de la ciudad, acercándola al concepto de “obra” tal y como fue formulado por Lefebvre. Con esta intencionalidad afectiva, por no decir “emocional”, González Gortázar parece continuar el legado moderno de proyectos como el de Goeritz y, en especial, el de Barragán. Luis Barragán siempre profesó su admiración por el diseño de jardines de Ferdinand Bac y sus escritos sobre dicho tema. Este hombre de letras francés recomendaba constituir jardines como experiencias espaciales y sensoriales complejas. Esto se conseguía no sólo con la intervención directa en el terreno de la naturaleza, sino también con el diseño de caminos y veredas sugerentes, sinuosos y cargados de misterio, así como con la incorporación de elementos escultóricos y arquitectónicos propicios para el asombro y que aparecieran, a lo largo del jardín, a la manera de una sorpresa inesperada. 9 Barragán trató de seguir las recomendaciones de Bac en el diseño de su arquitectura de paisaje (como en sus jardines en Avenida San Jerónimo, 1943-44), pero también en su arquitectura doméstica. Prueba de esto es su propia casa en la calle de Francisco Ramírez (construida entre 1947 y 1948), que presenta una secuencia de espacios que se experimenta a la manera de un recorrido, en el que se va descubriendo, de manera sorpresiva, un conjunto de ambientes, uno distinto al otro. Dentro de esta línea, se podría decir que González Gortázar busca una conformación similar pero aplicada al terreno de la urbe, donde la ciudad esté puntuada por distinto proyectos, propicios para el asombro, la contemplación, el ocio, el juego. Sus obras, de esta forma, buscan funcionar como “rupturas” y “acentos”, “elementos urbanos estimulantes” o “golpes que rompan un poco la monotonía de la vida diaria”.

La presencia de dichos elementos urbanos estimulantes es visible en los proyectos que se han discutido hasta este momento: la solución sugerente de La gran puerta, vis-à-vis la dimensión lúdica contenida en el laberinto que solía acompañar a esta escultura monumental, o el impacto visual sorpresivo de los automovilistas en El paseo de los duendes, a la par del diseño de inspiración prácticamente pintoresca (Bac) de los puentes usados por los transeúntes. La experiencia de asombro y sorpresa también está presente en el efecto óptico que producen algunas de sus esculturas monumentales para ser vistas desde el automóvil, o en la estructura de aspecto escultórico que cubría la cafetería en el Parque Los Colomos. También existen otros proyectos que muestran esto. González Gortázar continuó un parque público (Parque de la Revolución construido en 1934 por Juan José y Luis Barragán) en el interior de una estación de transporte subterráneo, al atreverse a plantar palmeras debajo de la superficie del suelo. En la Estación Juárez 2 del tren ligero (1992), en Guadalajara, el arquitecto creó un espacio capaz de suscitar asombro y placer con la inclusión de estos elementos vegetales en el área de los andenes y al iluminar el espacio interior de manera particular a través del uso de grandes tragaluces que permiten la entrada de la luz, misma que se relaciona con dos obras murales policromadas rea – lizadas por Vicente Rojo. Al fortalecer este tipo de situaciones asociadas con el asombro, la sorpresa, la contemplación y el juego, el arquitecto contribuye a la articulación de la ciudad como “obra”, en el sentido de fomentar una experiencia y un uso de los espacios de la ciudad que se escapa de las dinámicas imperantes de consumo e intercambio mercantil.

El caso de la Estación Juárez 2 del tren ligero resulta destacable, ya que pone el acento en el interés del arquitecto en conformar situaciones espaciales complejas y estimulantes en los ambientes más habituales donde se desarrolla la vida cotidiana. De esta forma, el arquitecto da una lección de cómo estos sitios –generalmente los más empobrecidos y menospreciados, o donde sólo se atiende a los dictados de la función y el mínimo de recursos– pueden ser radicalmente distintos, diseñados con un sentido de generosidad e impregnados de cierta “celebración”. Nada puede conjurar las peores pesadillas relacionadas con un espacio de habitabilidad que una cárcel. No obstante, en su Centro de Seguridad Pública (1993), el arquitecto logró articular una situación de uso público, donde su intervención constructiva funciona como un enorme mirador desde el cual se puede ver el paisaje sobre la colina donde se encuentra ubicado. Numerosas personas lo utilizan y lo visitan tan sólo con este fin. Este proyecto cuenta con espacios y servicios que garantizan que la arquitectura funcione como una situación o espacio social, de reunión y de esparcimiento –como un mirador, cafetería y centro de información.

Esta intención por conformar una situación pública hizo que el edificio de la institución se mostrara abiertamente, sin puntos ciegos, poniendo a la vista de todos los usuarios y visitantes el trabajo realizado en este Centro de Seguridad Pública. Con esto el arquitecto busca señalar cómo cualquier espacio es propenso a ser re-imaginado y reconfigurado, cambiando su percepción y uso generalizados.

Un proyecto ideal para examinar la poética espacial que las obras de González Gortázar buscan articular es el puente peatonal que construyó en 1984, conocido como Puerta de Zapopan. El puente peatonal es un elemento recurrente en cualquier ciudad. No obstante, su monotonía es tan aplastante como su solución industrial generalizada. Este tipo de elemento urbano es, sin duda, de los más despreciados por la cultura arquitectónica contemporánea. Prácticamente ningún otro arquitecto en el país le ha dedicado su atención a esta estructura de uso cotidiano. En Puerta de Zapopan, González Gortázar transformó el tradicional puente peatonal y creó, a partir de él, una experiencia espacial renovada. El puente peatonal, en este caso, es un paseo, una especie de espacio ajardinado, caída de agua y espectáculo visual de luz y sombras. Este proyecto consigue esta condición al encapsular varios de los elementos y preocupaciones continuas que han caracterizado la producción total de González Gortázar: la pérgola, la fuente, la relación con la naturaleza, la monumentalidad escultórica, el impacto visual de la estructura cuando se viaja en automóvil. Es destacable que el arquitecto realice esto en una estructura que, para muchos, puede resaltar por prosaica. Para González Gortázar, es una oportunidad crítica que señala que cualquier situación espacial puede aspirar a cierta generosidad causando, así, nuevas experiencias en sus usuarios, fortaleciendo el valor de uso de la ciudad. Del mismo modo, y también de manera crítica respecto al estado de las cosas en la sociedad, la presencia de proyectos como este puente peatonal parece indicar cómo, con voluntad e imaginación, el espacio de la vida cotidiana podría ser totalmente otro, radicalmente distinto, con gran facilidad.

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